Este es otro articulo "prestado" del blog Crónicas del Guirre de Fernando Hernandez. Un blog que recomendamos fuertemente a todos los lectores interesados en la cultura canaria y sus raíces más ancestrales y espirituales.
El artículo trata de los "Animeros", una palabra que probablemente sólo recuerden los más viejos de las Islas Canarias.
El animero fue hace décadas una figura relevante en la cultura canaria, su espiritualidad está relacionada con formas de culto y creencias religiosas de los antiguos canarios anteriores al cristianismo y se podría considerar una fusión entre las creencias nativas y las figuras cristianas.
Don Agustín Alegria "el mahorero", fue el último de los animeros que hasta hace medio siglo poblaban nuestras islas.
El artículo trata de los "Animeros", una palabra que probablemente sólo recuerden los más viejos de las Islas Canarias.
El animero fue hace décadas una figura relevante en la cultura canaria, su espiritualidad está relacionada con formas de culto y creencias religiosas de los antiguos canarios anteriores al cristianismo y se podría considerar una fusión entre las creencias nativas y las figuras cristianas.
Don Agustín Alegria "el mahorero", fue el último de los animeros que hasta hace medio siglo poblaban nuestras islas.
Don Agustín Alegría, último Animero de las Islas Canarias, fallecido en 1956 |
El Animero fue una figura relevante en las sociedades campesinas hasta mediados del siglo XX, ayudando a las ánimas a pasar al otro lado. Eran "santones" o "chamanes" a medio camino entre los
"mediums", los "curanderos" y los "exorcistas", pues curaban
enfermedades y decían contactar con las ánimas de los difuntos. También existen paralelismos continentales en cultos semejantes en el norte de Africa, dispensados a los morabitos o "santones" en la Tamazgha.
Animeros, intermediarios del más allá.
Canarias ha tenido tradicionalmente historias plagadas de brujas,
encantamiento y seres sobrenaturales formando parte de su acervo
cultural. El sincretismo, producto de la fusión del catolicismo y la
religión aborigen, junto al corpus de variopintas creencias aportadas
por quienes procediendo de la Península fueron consolidando el
poblamiento posterior a la conquista de Canarias, fue conformando el
mundo mágico-religioso que marcaría las vidas del campesinado canario.
En
este abanico de creencias hallamos una figura poco estudiada del
folclore mágico que fue muy importante en la sociedad rural isleña desde
comienzos del siglo XVII hasta la primera mitad del siglo XX. Ese
personaje es el “animero”, nombre que definía al encargado de mediar
entre las ánimas de los difuntos y los vivos, una mezcla de médium,
chamán y curandero que gozaba de una enorme consideración en la Canarias
de aquellos años. Fue una actividad desarrollada principalmente por
hombres, aunque existen referencias para plantear que la presencia de
mujeres oficiantes era algo más que testimonial, dándose el caso de que
en función del sexo del “ánima” o espíritu con el que se iba a tratar,
el ritual lo ejecutaba un hombre o una mujer.
Las ánimas,
dentro del escenario de creencias en el que se desarrolla el papel de
nuestros protagonistas, son los espíritus de difuntos que, según la
creencia popular, murieron en pecado mortal o con alguna deuda
adquirida en su vida. Éstas pueden ser desde misas por el descanso de su
alma a asuntos sociales, pasando por rencillas vecinales o conflictos
no resueltos. En el caso de las ánimas que necesitaban “la luz y las
oraciones” de las misas para su descanso en el más allá, los espíritus
se manifestaban a sus familiares creando fenómenos de presunta factura
paranormal: ruidos, quejidos, leche que se corta; incluso la
desaparición de pequeños objetos de la vida doméstica.
En el caso de los
espíritus que en vida tenían deudas, normalmente de tipo material, los
fenómenos podían llegar a la posesión de las personas vivas y cercanas
por vínculos familiares o vecinales, creándole ese “arrimo de alma” toda
suerte de enfermedades a quien lo padecía. Es en estos casos cuando los
campesinos, interpretando estos signos inexplicables y los problemas de
salud como indicios de afección no física, recurrían al animero para
que los ayudara. Al individuo se le diagnosticaba como alguien con “un alma arrimada” y el acto de sanación era conocido como “desarrimar”.
Doña Clemencia Alegria, nieta del animero Agustin Alegria el "Mahorero" |
Desarrimar versus exorcizar
El
animero contaba con todo un magisterio sobre la cuestión. Aparte de sus
dotes naturales, que según el saber popular adquiría en el vientre
materno y podía preverse si se le “escuchaba llorar en la barriga de su
madre”, poseía el conocimiento de plantas con poderes curativos así como
medios que auxiliaban su oficio permitiéndole identificar el sexo del
“alma arrimada” o las motivaciones del espíritu para molestar a
familiares y vecinos. Curiosamente, es en la isla de Tenerife y
concretamente en su comarca norte donde más casos de animeros se han
podido registrar, un dato de interés al plantear la posibilidad de que
la geografía haya podido ser un factor determinante en su conservación
hasta el siglo XX.
Por lo que sabemos, esta actividad
hunde sus raíces en ritos de los antiguos canarios de culto a los
muertos, aunque las primeras referencias documentales las encontramos en
los procesos que contra algunos de estos personajes instruyó el Santo
Oficio. Fechados en los años 1789 y 1790, encontramos unos legajos
escritos por monjes de la Orden Capuchina, que en aquella época
predicaban por la comarca norte. Sus impresiones sobre la figura del
animero no son en absoluto tibias, al referirse drásticamente a las
personas que ejercían tales prácticas con expresiones como “malvada raza de animeros”, considerado su saber y prácticas como “…erráticas y falsas creencias, muy próximas a coincidir con la herejía de la transmigración de las de las almas de difuntos”.
La
primera causa instruida que hemos investigado en los archivos de la
Inquisición con cargos a un animero, acusado de hechicería y pacto con
espíritus, es la que se siguió contra Salvador Martín en el año 1737.
Por entonces tenía 67 años y era vecino del pueblo de Icod de los Vinos,
en el norte de Tenerife, subsistiendo según las acusaciones recogidas “… de interceder entre los vivos y ánimas, aparte de ejercer prácticas curanderiles”.
Era conocido en su localidad como “El viejo de las ánimas” o “El médico del purgatorio”,
y de sus declaraciones ante el comisario del Santo Oficio se desprende
algo más de luz sobre estas prácticas. De esta manera, leemos:
“…que
las ánimas, tenían el purgatorio, no en otro mundo sino en este y que
habitan en parajes naturales y otros en los lugares donde vivieron
siendo vivos, y que molestaban para pedir sus deudas y recados, hasta
que él les enviaba al cielo mediante rezos…”.
En el mismo expediente encontramos otros pasajes reveladores acerca del corpus de creencias que rodeaba sus prácticas:
“…los
espíritus son unos buenos y otros se hacen acompañar por demonios,
estos son los que se meten en los cuerpos de los vivos por los dedos de
los pies mientras duermen, estos espíritus son malignos por su compañía,
y causan enfermedad y padecimientos a quien se arriman y él libera al
vivo de tales espíritus mediante unos exorcismos que conoce”.
Salvador Martín describió al tribunal los métodos que utilizaba para discernir si alguien estaba afectado:
“…que
para él saber si hay un ánima arrimada, usa unos métodos, que son
mirarle las aguas de los orines al afectado, le mira la sombra con una
vela, mandarlos a revolcarse en la tierra
para ver la
figura que tenía el ánima en vida, hacer santiguados, sahumerios y
encargar plegarias, especialmente al espíritu santo…”.
Aunque
las prácticas terminaron cayendo en desuso en los años cincuenta del
siglo pasado, hace unos meses dimos con una nueva y reveladora pista que
ha arrojado nueva luz sobre este singular oficio. Un elemento no
documentado hasta la fecha que sólo el “azar” ha permitido que podamos
conocer y, de esta manera, preservar.
Agustín Alegría, el último animero
En
el transcurso de un documental televisivo sobre las prácticas de los
animeros seguimos la pista del que muchos recordaban como el último
oficiante de estos rituales. En nuestro cuaderno de campo sólo
contábamos con dos datos ambiguos pero que resultaron suficientes: la
localidad de El Palmar, en el municipio norteño de Buenavista, y un
apodo: “el Mahorero”.
A punto estuvimos de desistir en la
búsqueda ante el desconocimiento mostrado por los consultados, muchos
de ellos vecinos de avanzada edad que afirmaban no tener ni la menor
idea del asunto. Decepcionados, realizamos nuestra última consulta
a una señora que sentada fuera de su casa tomaba el Sol aquella mañana.
Dimos en la diana, pues recordaba al personaje perfectamente, “por
los cuentos que mis padres me hacían, pues yo era muy niña en ese
entonces y que decían que era varón santo y muy buena persona. Miren, a
ese señor le decían Cho Agustín”. Gracias a esa fuente dimos con la casa en la que había vivido y ejercido y que habitaban sus nietas.
El
encuentro con Manuela y Clemencia Alegría fue una escena para no
olvidar. Tras casi sesenta años unos desconocidos tocaban a su puerta
preguntando por “Agustín el mahorero”, el abuelo animero. Al
calor de un reconfortante café y con la socarronería propia de la gente
curtida en mil batallas, las mujeres desgranaron un abanico de
recuerdos relacionados con el oficio de su abuelo. Una desgastada
foto de don Agustín nos acompañó en ese viaje al pasado, en el que a
razón de varias veces por semana acudían diferentes personas aquejadas de los males más diversos.
Clemencia
había desempeñado un papel más activo en el oficio de su abuelo puesto
que, al saber leer, le ayudaba con los rezados que acompañaban las
prácticas. “A mi abuelo le decían mahorero porque sus abuelos venían
de Fuerteventura, muriendo en 1955. Era un hombre bueno y las gentes le
tenían aprecio, hizo el bien a todo aquel que acudía buscando su ayuda,
nunca le vi decirle no a nadie, a excepción de los que no creían en
estas cosas; a esos les decía que cuando realmente creyeran en sus
prácticas, que volvieran, que él los trataba”.
Desempeñó
el oficio de curandero, de tal manera que lo mismo trataba un empacho,
un susto o una torcedura de tobillo, pero era famoso por “tratar a
los enfermos por los espíritus, los que se arrimaban a los vivos; eso él
los quitaba, ya fueran espíritus malos o buenos. Por estos casos, venía
gente de toda la isla a verlo, con una fe muy grande en él, pues ya no
quedaba quien tratara este tipo de curas”.
El ritual y el talismán
La manera en la que trabaja “el arrimo” incluía el uso de un cordón que “le dicen de san Francisco, que tiene cinco nudos, que utilizaba para azotar al espíritu si era maligno, y recitaba una oración, colocándose antes en la cabeza un talismán para poder ver y hablar con los espíritus”.
En
ese instante hemos de reconocer que un escalofrió recorrió nuestro
cuerpo; el último animero ejecutaba su ritual, con elementos conocidos y
oraciones que ya habíamos escuchado recitar, pero ayudándose de un
“talismán” para hablar con los espíritus. A nuestra mente acudió una burda analogía; el mahorero tenía una especie de primitivo teléfono móvil para hablar con el “más allá”.
Nuestra
sorpresa fue total cuando Clemencia fue en busca del objeto, que
conservaba como recuerdo de su abuelo. Un talismán para hablar con
espíritus. Era la primera vez que oíamos hablar de algo así. Doña
Clemencia nos enseñó el talismán con cierto temor, pues, según nos
decía, era una cosa muy mágica y tenía sus reservas incluso para
tocarlo. Se trataba de una pieza cóncava, de unos 10 cm de diámetro,
realizado en latón, con una capa de plomo y con unas extrañas figuras
que le conferían un aspecto inquietante. Tres puntos situados en
triángulo, una especie de cruz que parecía indicar la manera correcta de
colocarlo y una especie de insecto, tal vez un escorpión. Aunque parece
tener cierta inspiración beréber, seguimos reuniendo datos para
contextualizar e interpretar adecuadamente esa simbología.
“Eso
era lo que se ponía en su cabeza. Se lo hizo un latonero de por aquí,
con las indicaciones que le dio mi abuelo, pues decía que los
materiales, la forma y los símbolos se lo habían transmitido los
espíritus en sueños, para que pudiera comunicarse y protegerse de los malos espíritus”.
Poco más nos pudo decir de aquella pieza de museo. “Se lo ponía en la cabeza y comenzaba a ver y a hablar con los espíritus”. Teníamos
ante nosotros una nueva vía de investigación sobre las prácticas de los
animeros y concretamente sobre la figura de don Agustín, “el Mahorero”.
Medallón utilizado para hablar con los espíritus |
Aunque
estas prácticas cayeron en desuso en los años 50 del pasado siglo,
permanecen aún en la memoria de nuestros campesinos más ancianos, por el
lugar preferente que ocupaban en las antiguas comunidades. Contribuir a
rescatarlas del olvido para que nuestras generaciones futuras las
conozcan fue el objetivo de esta investigación; dar con esa nueva e
inédita pista, el talismán de los espíritus, sobrepasó con creces
nuestras expectativas más optimistas.
Fernando Hernández González
Documental "El último animero"
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