Mujer empoderada; Familia, feminismo y demografía



Para evitar que la población de un país disminuya, mantener la identidad nacional y evitar ser reemplazado por inmigrantes, la tasa de fertilidad debe ser de 2,07 a 2,1 hijos por mujer. Sin embargo, en la mayoría de los países desarrollados, las cifras están muy por debajo de este umbral.

Actualmente, en USA y Suecia, la proporción es de 1,70 hijos por mujer. En el Reino Unido y Noruega, es de 1,6. En Alemania y Rusia es de 1,5 y en España e Italia es de 1,3. En los países asiáticos desarrollados, la situación es aún peor: en Japón y China es de 1,3 hijos por mujer, y en Corea del Sur, es de solo 0,8.

Estos datos reflejan una tendencia preocupante: las sociedades avanzadas están envejeciendo y disminuyendo en número, lo que pone en riesgo la sostenibilidad de su modelo económico y social.

Muchos argumentan que la caída de la natalidad se debe a factores económicos como el alto costo de la vivienda, la inestabilidad laboral o la falta de conciliación familiar. Sin embargo, si bien estos factores influyen, la historia demuestra que generaciones pasadas, que vivieron en condiciones mucho más precarias, mantuvieron tasas de natalidad más altas.

La verdadera causa radica en un cambio cultural profundo: la redefinición de lo que significa el éxito y el reconocimiento social, especialmente para la mujer. Los seres humanos somos profundamente sociales. Buscamos aprobación, estatus y reconocimiento dentro de nuestra comunidad. Las mujeres son incluso aún más sociales que los hombres. Fíjate en los niños y niñas. Si un juego produce un conflicto los niños se pelean. Las niñas dejan de jugar al juego. Las personas se mueven por algo más que necesidades materiales. Quieren la aprobación social y, para ello, están dispuestas a hacer cualquier cosa. 

Esta necesidad de aceptación ha moldeado nuestras sociedades a lo largo de la historia. En el mundo contemporáneo, los valores que determinan qué se considera digno de aprobación han cambiado de manera drástica, afectando aspectos fundamentales como la estructura familiar y las tasas de natalidad. La narrativa woke predominante en la sociedad actual sugiere que la maternidad es una carga, que la familia tradicional es una institución opresiva y que el verdadero empoderamiento femenino radica en suplantar los roles tradicionalmente masculinos. Este cambio de paradigma ha generado una crisis de identidad y propósito, llevando a una sociedad cada vez más individualista y fragmentada.  

Durante siglos, la maternidad y la familia fueron pilares fundamentales del prestigio social. La sociedad reconocía y valoraba a las mujeres por su papel en la crianza y la cohesión familiar. Sin embargo, con la llegada del feminismo postmoderno y el relativismo cultural, se ha producido un cambio en las expectativas sociales: el éxito ya no se asocia a la maternidad, sino a la "mujer empoderada" en competencia con los hombres en el ámbito profesional y público.

El mundo está regido por el deseo de aprobación social: queremos que nos consideren exitosos y valiosos para la sociedad. Con el feminismo y la postmodernidad woke igualitaria quedó claro que la aprobación social y el respeto ya no se otorgaban a la maternidad ni por mantener la cohesión social del grupo familiar, sino por tener éxito en un mundo dominado por los hombres y suplantarlos. Las expectativas sociales cambiaron, los valores sociales cambiaron. Esto condujo al desmoronamiento de la sociedad. La decadencia, la degradación moral y la falta de creencia en algo mayor hacen que una sociedad se pregunte el sentido de todo ello y a menudo lleva al suicidio civilizacional.

La familia ha sido la base de toda civilización estable. Cuando se desincentiva la natalidad y se socava la estructura familiar, las consecuencias pueden ser devastadoras. Filósofos como el comunista italiano Antonio Gramsci ya advertían en el siglo XX que la transformación ideológica hacia el comunismo de una sociedad debía pasar por la erosión de sus pilares fundamentales: la familia y la religión. La hegemonía cultural, promovida por ciertos movimientos políticos, ha logrado imponer una visión donde estos valores son vistos como obsoletos o incluso perjudiciales.

Tampoco es casualidad que Antonio Gramsci sea el referente ideológico de partidos como Podemos que abandera el feminismo radical y la hegemonía cultural. Porque ya lo dijo Karl Popper, el autoritarismo siempre necesita el monopolio de la verdad.

El autoritarismo es dogmático y aún asumiendo que el dogma sea valido para un determinado momento del tiempo, el dogma no se puede adaptar al cambio y la realidad y la sociedad siempre cambia, esto hace que la brecha entre dogma y realidad, al principio pequeña, se vaya agrandando con el tiempo y la única forma de mantener las apariencias es mediante la censura. Algo así le ha pasado a la postmodernidad woke cuando su fracaso moral y social es más que evidente, cuando sus valores se han vuelto tóxicos y contraproducentes.

La mujer es la base de la sociedad porque es el núcleo de la familia y destruirla es destruir a la sociedad por dentro sin disparar un solo tiro, dejándola a merced de sus enemigos. Es necesario replantearnos los valores que rigen nuestra sociedad. En esto el movimiento conservador lleva la razón. No se trata de rechazar el progreso ni la igualdad de oportunidades, sino de reconocer que la maternidad y la familia siguen siendo esenciales para la estabilidad y el bienestar de cualquier sociedad. Si no recuperamos el respeto por estos valores fundamentales, nos encaminamos aún más hacia un futuro de decadencia demográfica, cultural y social.

El verdadero reto no es solo económico o político, sino cultural. La clave está en restaurar una visión equilibrada que permita a las nuevas generaciones valorar tanto el desarrollo personal como la importancia de la familia y la continuidad de la sociedad. La evolución no es volver atrás, es incorporar lo bueno de cada ola cultural, rechazar sus excesos y resolver los problemas que crea a través de un nivel de conciencia superior porque, como dijo Einstein no podemos resolver un problema desde el mismo nivel de conciencia que lo creó.




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